Lo digo sin tapujos: no me creo mejor o peor que nadie. No soy un vanidoso vulgar. Mi edad permite acercarse con un alzarse de hombros, resignado y bondadoso, a mis propios fracasos y atisbos al precipicio de lo que ya no se puede enmendar. Ni en el empresario exitoso, como lo hubieran querido algunas de mis mujeres que buscaban al proveedor, no al hombre, ni el afamado escritor con lectores más allá de las abuelas sordas o las tías solteronas. Nunca busqué séquitos de mediocres con pinta de intelectuales. Tampoco los piropos extraídos con dinero de las prostitutas. No hay más que este amasijo de sangre, canas, peristaltismo crónico y agruras incurables; no hay más que esta ternura no entendida, estos sueños no cumplidos, que conforman eso que se llama el yo.
Lo reconozco desde mi presente que no aspira a nada más que me dejen en paz, y desde mi pasado como marinero tormentoso y sin brújula: si ayer barco fui, hoy simple madera náufraga. He cometido errores porque la existencia no admite borradores. La vida es una –allá los que creen en la resurrección de la carne- y es para vivirse, no para malgastarse en la reflexión o en la contención de uno mismo, como si se tratara de un ensayo antes de salir a escena o del entrenamiento previo a un partido importante. Hay quien vive a la espera de la tercera llamada. O de que termine la función entre aplausos. Yo no. He preferido equivocarme antes que no atreverme a ver que hay allá afuera, a salir, a atreverme. No hay mérito en esto, sólo una actitud, una decisión ante una vida que no pedí pero que a final de cuentas me pertenece.
Lo he dicho en otras partes: he estado y estaré en contra de la vida por principio. ¿Qué principio? El principio de la inutilidad de las cosas. No hay más. No llegamos a ninguna parte porque, en esencia, no hay a dónde ir. Pero ya que estoy aquí, echado como pasión inútil en el mundo, hago lo mejor que puedo con mi existencia gris, irrepetible y única. No contemplo mi propio impulso vital como un milagro sino como parte del insondable e inefable absurdo del universo. Me alzo de hombros ante tamaña certidumbre, que ya ha dejado de incomodarme. O mejor, de angustiarme.
No tengo pleitos con Dios. Tampoco con mis padres. Ni con las hormonas de las mujeres. Ni con mi destino, tan alejado del oropel. Hubiera sido otra cosa de haber tenido con qué. Ya es tarde. Acepto las reglas del que decide entre el suicidio y el sin sentido del universo. Me sigue maravillando tanta estrella en el firmamento, pero también sé que son inútiles por inalcanzables.
Mauricio Carrera
Revista "Día Siete"
wow...